Agencias, Ciudad de México.- La semana pasada, en Parkland, Florida, equipos de obras comenzaron a demoler el edificio de la Escuela Secundaria Marjory Stoneman Douglas, donde un tiroteo en 2018 acabó con la vida de 17 personas. Mientras resonaba el estruendo de la destrucción, la gente de la comunidad explicó exactamente por qué derribar el edificio era tan significativo y crucial.
El exalumno Bryan Lequerique, dijo: “Es algo que todos necesitamos. Es hora de poner fin a este capítulo tan doloroso en la vida de todos”. Y Eric Garner, profesor de cine y radiodifusión, expresó: “Durante seis años y medio hemos contemplado este monumento al asesinato en masa que ha permanecido en el campus todos los días…. Derribarlo es el evento monumental”.
Parkland. Uvalde. Columbine. Sandy Hook. Un supermercado en Búfalo. Una iglesia en Carolina del Sur. Una sinagoga en Pittsburgh. Un club nocturno en Orlando, Florida. Cuando la violencia llega a un lugar público, como ocurre con demasiada frecuencia en nuestra época, una pregunta delicada perdura en el silencio posterior: ¿Qué se debe hacer con los edificios donde se derramó sangre, donde se trastornaron vidas, donde seres queridos se perdieron para siempre?
¿Cuál es la opción adecuada: el desafío de mantenerlos en pie o el profundo consuelo que puede resultar de borrarlos del mapa? ¿Es mejor mantener el dolor frente a nosotros o a la distancia?
El ejemplo más obvio en la historia reciente es la decisión de preservar los campos de concentración administrados por la Alemania nazi durante la Segunda Guerra Mundial, donde murieron millones de judíos y otras personas, un enfoque consistente con los mantras posteriores al Holocausto de “nunca olvidar” y “nunca más”. Pero ese fue un evento de importancia global, con significado tanto para los descendientes de los sobrevivientes como para el público en general.
Para las comunidades estadounidenses individuales, los enfoques han variado. Parkland y otros optaron por la demolición. En Pittsburgh, la sinagoga Tree of Life (Árbol de la Vida), lugar de un tiroteo en 2018, fue derribada para dar paso a un nuevo santuario y monumento conmemorativo.
Pero el supermercado Tops Friendly Markets, en Búfalo, Nueva York, y la Iglesia Episcopal Metodista Africana Emanuel, en Charleston, Carolina del Sur, donde ocurrieron tiroteos masivos por motivos racistas, reabrieron. Y la Escuela Secundaria Columbine sigue en pie, aunque su biblioteca, donde sucedió gran parte del derramamiento de sangre, fue reemplazada después de un largo y apasionado debate. “Encontrar un equilibrio entre su función como escuela secundaria y la necesidad de conmemoración ha sido un proceso largo”, escribió el exalumno Riley Burkhart a principios de este año en un ensayo.
¿Qué implican estas decisiones? No sólo emoción y sufrimiento. En ocasiones es simplemente una cuestión de recursos: no todos los distritos escolares pueden darse el lujo de demoler y reconstruir. A veces se trata de no querer dar a quienes podrían apoyar al agresor un lugar donde centrar su atención.
“Negar esas oportunidades a quienes celebran la persecución y la muerte de aquellos diferentes a ellos es una razón perfectamente válida para derribar edificios donde ocurrieron asesinatos en masa”, dijo en un correo electrónico Daniel Fountain, profesor de historia en el Meredith College, de Carolina del Norte.
No obstante, quizá el motivo más importante sea la creciente discusión en los últimos años sobre el papel de la salud mental.
“Hay normas cambiantes sobre cosas como el trauma y el dar cierre (a un evento) que están en juego y que hoy alientan la noción de demoler estos espacios”, explicó Timothy Recuber, sociólogo del Smith College, en Massachusetts, y autor de “Consuming Catastrophe: Mass Culture in America’s Decade of Disaster” (Consumir la catástrofe: Cultura de masas en la década de desastres en Estados Unidos).
Durante muchos años, dijo, “la idea predominante de cómo sobreponerse a una tragedia fue agachar la cabeza y superarla. Hoy en día, es más probable que la gente crea que tener que regresar a la escena del crimen, por así decirlo, equivale a volver a causar un daño”.
En el barrio Squirrel Hill, en Pittsburgh, una valla oculta el sitio donde se encontraba la sinagoga Árbol de la Vida hasta que fue demolida a principios de este año, más de cinco años después de que un hombre armado mató a 11 personas en el peor ataque antisemita en la historia de Estados Unidos.
David Michael Slater creció frente a la sinagoga. Entiende la ambivalencia que puede surgir al elegir si derribar o no.
“Es fácil ver por qué quienes toman las decisiones podrían haber elegido un camino u otro. Y a mí me parece presuntuoso que cualquiera que no sea parte o esté directamente afectado por la elección la objete”, opinó Slater, quien se jubiló este mes después de 30 años de enseñar inglés en escuelas secundarias. “Dicho eso, la decisión de demoler esos sitios, vista en el contexto de nuestra creciente cultura de destrucción, debería generar preocupación”.
El poder de la memoria tiene un doble efecto
Desde la Segunda Guerra Mundial hasta el 11 de septiembre, las políticas de la memoria estadounidense son poderosas y en ningún caso más intrincadas que en el caso de los tiroteos masivos. La pérdida de seres queridos, los desacuerdos sociales respecto a las leyes sobre armas y los diferentes enfoques para proteger a los niños crean un panorama donde los problemas más pequeños pueden dar lugar a decenas de opiniones apasionadas y enojadas.
Para algunos, mantener un edificio en pie es el máximo desafío: uno no se doblega ante el horror ni capitula ante quienes lo causaron. Elige continuar adelante frente a circunstancias inimaginables, un hilo conductor sólido en la narrativa estadounidense.
Para otros, la posibilidad de volver a sufrir el trauma es fundamental. ¿Por qué —es el razonamiento— un edificio donde personas tuvieron muertes violentas debería permanecer como una fuerza que acecha —literalmente— en la vida de quienes deben seguir adelante?
Es lógico, entonces, que un factor clave para decidir el destino de tales edificios se fusione en torno a una pregunta: ¿quién es el público involucrado?
“No es una simple elección entre si derribarlo, renovarlo o dejarlo así”, dijo Jennifer Talarico, profesora de psicología en el Lafayette College, en Pensilvania, quien estudia cómo las personas forman recuerdos personales de eventos públicos.
“Si nos interesan los recuerdos de las personas que vivieron directamente el evento, ese espacio físico servirá como un recordatorio específico y poderoso. Pero si hablamos de recordar o conmemorar un evento para otras personas —aquellos que no lo experimentaron_, ese es un cálculo ligeramente diferente”, explicó Talarico. “Recordar y olvidar son ambas fuerzas poderosas”.
En última instancia, por supuesto, hay un término medio: eliminar el edificio en sí, pero erigir un monumento duradero a quienes murieron, como han elegido Uvalde y otras comunidades. De esa manera, las virtudes de la salud mental y del recuerdo se pueden honrar. La vida puede continuar, no de manera inconsciente, pero tampoco obstaculizada por un recordatorio diario y visceral de la angustia que alguna vez la dominó.
Ese enfoque le sienta bien a Slater, quien ha contemplado tales tragedias tanto desde el punto de vista de la sinagoga de su ciudad natal como de las aulas donde enseñó y mantuvo a salvo a los niños durante décadas.
“Como todo problema importante en la vida, es difícil encontrar respuestas sencillas”, dijo Slater. “Si lo que reemplaza a Árbol de la Vida o a Parkland o al próximo lugar profanado de culto, aprendizaje o comercio, puede servir como prueba de nuestro espíritu indomable y como evidencia conmemorativa de lo que nos esforzamos por superar, tal vez podamos tener lo mejor de los dos peores mundos”.